El fenómeno de la violencia en la escuela tiene una complejidad enorme, y desde luego no puede reducirse a una historia de buenos y malos ni de soluciones drásticas. Esto es lo que está ocurriendo cada vez más en las explicaciones periodísticas de los conflictos escolares: la polarización de la problemática en términos de víctimas absolutas y victimarios tolerados.
La simplificación del asunto en una cuestión de necesidad de reforzamiento de la
autoridad (más mano dura); el silenciamiento de los aportes de la pedagogía, sociología y psicología críticas en el área de la resolución de conflictos en la escuela; en definitiva, la manipulación de la opinión pública hacia la creación de un nuevo chivo expiatorio, de ese nuevo terror que supone la infancia-juventud consentida, violenta y criminalizable.
Cuando las encuestas realizadas por sindicatos del profesorado hablan de que los docentes se ven amenazados por la violencia del alumnado, están ofreciendo sólo una de las miradas posibles. Aunque no dudamos de que estas situaciones se dan en los centros, su explicación es muy pobre. Se habla sólo de un tipo de violencia: la violencia directa, y se olvida preguntar a la otra parte (el alumnado). Para entender muchas de las cosas que están pasando hace falta entender otro concepto: el de violencia estructural. Ésta es la violencia que generan las estructuras sociales, económicas y culturales que crean situaciones de marginación y de injusticia. Es muy fácil ejercer violencia (estructural) contra una persona o un grupo sin utilizar la agresión física, es tan sencillo como excluir de un recurso a alguien (espacio, derechos básicos, voz, afectividad…).
A menudo, los barrios que están condenados por este sistema capitalista a la marginación y a la precariedad (esto es, a la violencia estructural) salen en los periódicos como los lugares donde hay más violencia. Pero, ¿a nadie se le ocurre pensar que hay una correlación evidente entre violencia estructural y directa?, ¿no es cierto que quién se siente desplazado y fracasado tiene más posibilidades de utilizar la agresión?. (Es lo que desde las investigaciones de psicología comunitaria se llama estresores sociales).
Hay un mecanismo muy sencillo que explicamos en nuestras actividades formativas,
y que funciona automáticamente en la mayoría de la gente: es la cadena fracaso-frustación-agresión. Cuando nos sentimos fracasados/as (a menudo porque el capitalismo hace fracasar a muchos y permite triunfar sólo a unos pocos), incubamos a continuación un sentimiento muy negativo y destructivo (que correlaciona con la autoestima), la frustración. De manera automática, ante la frustración se busca una salida activa, esto es, la agresión. (como señala, entre otros, el psicoanalista Anzieu).
Si la juventud de clase obrera actualmente se encuentra sumergida en la precariedad
laboral, la falta de futuro, la invitación a un consumismo que no va a poder saciar, el olvido por parte de la administración… es lógico que se dé un aumento de sus respuestas violentas, aunque éstas no nos gusten y vayan disparadas contra cualquier blanco alejado de sus adversarios reales. Comúnmente los/las chavales/as que son tildados de violentos sufren también situaciones graves de violencia, y por tanto aprenden a utilizarla y forman parte de su repertorio de habilidades de supervivencia.
Aunque pensamos que las escuelas no son todavía esas junglas que nos presentan los
expertos del alarmismo social, sí creemos que hay un aumento de las distintas formas de violencia (estructural y directa) en su seno. Pero el quid de la cuestión es ¿qué tipo de escuela esperábamos en una sociedad que es violenta? Los caminos para salir de este embrollo son difíciles y largos, pero es necesario emprenderlos. Hay mucha gente vociferando, pero poca gente implicándose en buscar soluciones.
Huyendo de las recetas, pero dando algunas pautas sugerentes, proponemos algunas líneas que ya se vienen trabajando:
Desprogramarnos de la violencia. Se trata de desarrollar una educación que vuelva
críticamente a los/las chicos/as contra la violencia. Estamos muy bien adiestrados para la violencia (ahí los mass media nos dan un máster) desde pequeñitos, una violencia que despierta fascinación y que siempre acaba siendo justificada. Una violencia en la que estamos entrenados fundamentalmente los varones, como seña estúpida de la masculinidad. Aprender que la violencia le duele a quien la sufre, a través de la empatía, resulta vital para distanciarnos críticamente de la agresión y el dominio.
Actuaciones globales. Debemos huir de los enfoques micro que acaban individualizando el problema. Ya basta de esos programas que sólo actúan desde la óptica del control de la conducta, que hablan únicamente de comportamientos disruptivos, que buscan la patologización de la infancia o la culpabilización de los/las alumnos/as y sus familias. Si el problema es de todos/as, debemos buscar las soluciones entre todos/as. Toda la institución escolar debe participar desde lo positivo, desde lo que puede aportar, siguiendo ejemplos como: programa de alumno/a ayudante, mediación y negociación, transversalidad de la Educación para la Paz, aprendizaje cooperativo, asambleas para recuperar la palabra, escuelas de madres y padres, etc.
Recuperando la comunidad. Como las causas de la violencia escolar están más allá de los muros de los colegios, es necesario trabajar también desde fuera. La importancia de los vínculos y redes sociales es crucial para prevenir la violencia y para resolver los conflictos de manera no-violenta. Abrir los centros educativos a sus barrios, acercar los contenidos y metodologías a las culturas populares, no abandonar la Educación Compensatoria para corregir las desigualdades… Pero además trabajar desde fuera creando redes comunitarias que abracen a la escuela, mediante grupos de apoyo y de autoayuda, conectando con las asociaciones del entorno y promoviéndolas, y recobrando la lucha social reivindicativa y autogestionaria para conseguir logros colectivos que nos lleven hacia el desarrollo comunitario, tan necesario para que los grupos humanos vivan en una paz real.
Texto elaborado por: Rocío Cañadas Salguero, Francisco J. Cuevas Noa, y Santiago Sánchez Muñoz, miembros del Colectivo de Educación Social y Noviolencia Buenaespina (Jerez)
* Artículo extraído del Periódico «cnt» nº330.