En 1939 dos reconocidos autores alemanes, Georg Rusche y Otto Kirchheimer, de la afamada «Escuela de Frankfurt», en un clásico de la literatura penal, habían hallado que en el nivel societal existe una estrecha correlación positiva entre el deterioro del mercado laboral y el aumento del número de detenidos, en tanto que no hay ningún vínculo comprobado entre índice de criminalidad e índice de encarcelamiento.
En 1890 Kropotkin realizó una corta conferencia en París titulada “Las Prisiones”. Lo importante, ya que sus datos nos resultan inservibles, es su perspectiva, que se resumía con esta frase: “Puesto que la distribución de la justicia siempre fue el principal instrumento en la constitución de todos los poderes… no exageraré si digo que la cuestión de saber ‘qué debe hacerse con los que cometen actos antisociales’ encierra en sí la gran cuestión del gobierno y el estado”.
La gran cuestión del gobierno hoy es su deriva hacia el fin del estado de derecho simplemente con analizar qué se hace con los desviados, los anormales, los antisociales. El alcalde de la prisión de Brixton, Andrew Coyle, sentenciaba que “Las cárceles son un reflejo de los valores de la sociedad”. En cualquier país del mundo, si se quiere saber quiénes son los marginados, se debe ir a las prisiones. En Australia verá a los aborígenes; en Europa central, a los gitanos; en EEUU, a los negros… ¿y en España?
El punto de partida es una noticia, escueta y en terceros titulares, que pasó desapercibida. Ni los blogs periodísticos, ni las páginas de información alternativa le prestaron atención. España acaba de convertirse en el país con la tasa más alta de presos por 100.000 habitantes de la Unión Europea. La media de la UE es 100, la española de casi 150. El fuerte aumento de la población penitenciaria en los dos últimos años ha llevado a superar por segunda vez al Reino Unido (país en el que pese a que la delincuencia no ha subido, la población de reclusos ha aumentado un 70% en los últimos 10 años).
Las prisiones españolas albergan hoy a más de 63.000 personas, lo que supone que por cada 100.000 ciudadanos hay 146 presos, seis más que en el Reino Unido, y por encima de Portugal. La cifra sólo es superada por las olas de encarcelamientos de la posguerra. La propia directora general de Instituciones Penitenciarias, Doña Mercedes Gallizo Llamas, ofreció estos datos durante un encuentro con periodistas para explicarles el triste mapa penal español: en cárceles españolas 63.211 personas, de las que 14.179 (22,4%) estaban en prisión preventiva. Sólo el 7,8% (4.960) es mujer. No se especifica, suponemos que por explosiva, la composición social de los presos españoles. La media de reclusos en España en lo que va de año es de 62.176, casi el doble de los que había en 1990. En los dos últimos años, la población penal ha crecido en 4.000 personas, lo que ha puesto al límite las costuras penitenciarias españolas.
España es, junto con la nueva Holanda neoliberal, el país europeo con más ‘inflación’ carcelaria. La directora de prisiones, autora de un libro con el título contradictorio “Soñar en Libertad”, reafirmó su fe inmutable en el Estado Penal: «Si España decide que debemos ser el país con más presos por habitante, lo asumiremos». Valiente la funcionaria, y con espíritu nacional-futbolístico: “¡A por ellos!”. No se engañen: Gallizo militó en la mal llamada “nueva izquierda” (PDNI) para luego pasarse a los dulces algodones del PSOE. La funcionaria tuvo tiempo para reflexionar sobre la extraña relación que guardan las tasas de criminalidad con las de la población penal. Un misterio digno de algún concilio o aquelarre.
El delito mantiene una tasa de descenso medio de entre el 2% y el 4% en los últimos años, pero como en una caja negra, la población penal ha aumentado un 20%. Qué lastima que no tenga una formación en criminología más sólida: se habría enterado que en 1939 dos reconocidos autores alemanes, Georg Rusche y Otto Kirchheimer, de la afamada «Escuela de Frankfurt«, en un clásico de la literatura penal, habían hallado que en el nivel societal existe una estrecha correlación positiva entre el deterioro del mercado laboral y el aumento del número de detenidos, en tanto que no hay ningún vínculo comprobado entre índice de criminalidad e índice de encarcelamiento.
La hipótesis «Rusche/Kirchheimer» fue confirmada, para información de Gallizo, por más de cuarenta estudios de campo. Geógrafos urbanos hicieron un mapa de las zonas con la tasa más alta de desempleo, mayor pobreza, deserción escolar y marginación: la mayoría de presos procedía de esas zonas. Y lo peor: cada vez la media es de jóvenes trabajadores, con oficio antes de delinquir.
Y lo más peor: la población extranjera en prisiones españolas se encuentra sobrerrepresentada: más del 40% de los presos son inmigrantes, una de las cifras más altas de la UE. Los inmigrantes son rápidamente enviados a prisión preventiva (al estimar el juez que su falta de arraigo o domicilio conocido facilitaría su fuga: la falta de arraigo es una definición de ‘inmigrante’, por la misma causa los bancos niegan créditos personales) y el bajo porcentaje que sale en tercer grado (semilibertad, exactamente por el mismo motivo). Es decir: en realidad el delito es ser inmigrante a secas, «tout court». De los más de 14.000 presos preventivos, el 40% es extranjero. No es que el inmigrante cometa algun delito: él «es» delito.
Las cifras de prisión preventiva son de las más altas de la UE. “La multa es burguesa o pequeñoburguesa; la prisión en suspenso es popular; la prisión efectiva es subproletaria”, tal la célebre fórmula de Aubusson de Cavarlay al resumir el funcionamiento de la justicia en Francia y que ilustra la cruda realidad española. Un preso en España le cuesta a los ciudadanos alrededor de 70 euros al día, 2100 al mes, unos 25000 euros al año (barato el Panóptico peninsular: en el Reino Unido cuesta 50000 euros al año). En cambio de modificar la «economía política de la pena», relanzar los recursos del estado hacía la reinserción y la ayuda social (como los exitosos casos de Finlandia y Dinamarca) nuestra directora quiere construir más cárceles, más grandes, más densas y más sofisticadas.
En suma, que las bajadas y subidas de la delincuencia no afectan al número de reclusos. ¡En España hay menos delitos denunciados a la policía que en el año 1990! El sistema penal español se ha independizado del delito efectivo y material. Lo que sí ha influido es el cambio del Código Penal por el Partido Popular, que ha impuesto penas más duras y sin redención. Criminalizar lo social: las cárceles españolas lentamente se van pareciendo a las de EE.UU.: jóvenes precarios, drogadictos, toxicómanos, extranjeros. La tentación de apoyarse en las instituciones judiciales y penintenciarias para eliminar los efectos no deseados de la inseguridad social generada por la imposición del trabajo asalariado precario, el achicamiento de la protección social y la estructura clasista del sistema educativo.
Pero lo que más ha influido es una serie de transformaciones que tienen que ver más con el mecanismo Schengen, el estado de excedencia y el control de la multitud. La regresión del “Welfare State” al estado penal del posfordismo es una tendencia mundial, con sus peculiaridades nacionales. El estado de excedencia del posfordismo es el resultado de la nueva Europa monetarista, cuya filosofía explícita se exhibe sin pudores en el proyecto de constitución: «un espacio de seguridad…». Lo cierto es que España (y Europa) tienen una tendencia de aumento acelerado y continuo de los índices de encarcelamiento y una mayor duración de las detenciones; que se privilegia el aspecto preventivo, la represión de la microcriminalidad y al inmigrante como grupo etnoracial de riesgo.
La colaboración de la «mass media» en este «clima moral» es indispensable, atacando el garantismo y erosionando el estado de derecho. La curva de desocupación y de precariedad laboral y la población penitenciaria siguen una evolución rigurosamente paralela: la cifra de precariedad laboral en España (34 %) casi triplica la de la Unión Europea (12 %). Un problema que se agudiza más entre los jóvenes: un 70 % de los trabajadores menores de 30 años tiene contrato temporal. El colectivo joven también es el principal protagonista de la rotación y un elevado número llega a tener en un año 15 contratos con la misma empresa. La vasta recomposición de la «economía de las penas», la nueva organización del castigo, pareciera que intenta establecer un control sobre la población creciente sin futuro, los jóvenes-adultos en situación de espera entre el fracaso escolar (altísimo en España: un 73% de los hijos de trabajadores no llega a la universidad) y el trabajo precario e informal (cuya otra cara es el espantoso índice de siniestralidad laboral: la muerte obrera).
La presión penal ya no recae entre las «clases peligrosas» del pasado «strictu sensu» sino sobre los elementos marginales del mercado de trabajo posfordista (en especial jóvenes e inmigrantes). Por supuesto que siempre planea la sombra de la prevención contra la desobediencia civil, incluso la más mínima. El dramático cambio en el tejido productivo, hace parecer a la razón de estado mucho más productivo utilizar estrategias de neutralización que permitan identificar las categorías sociales más problemáticas, a fin de incapacitarlas, incluso aislarlas geograficamente en condiciones de «libertad», abandonando la vieja retórica humanista y la práctica de la reinserción y de la rehabilitación social. Es decir: más cárceles.
Muchos informes llaman a España el símbolo de la precariedad laboral. Por supuesto que España no es el modelo de la «carcelarización a ultranza» al estilo USA, sino la «dualización» de la actividad penal y la prolongación de penas. «Someter» a la categorías refractarias al trabajo precario, reafirmar el imperativo del trabajo de baja calidad como «norma de ciudadania», depositar poblaciones enteras supernumerarias o «nuevos desafiliados». Porque todos lo sabemos: las cárceles ya han abandonado toda pretensión de rehabilitación, la mayoría son almacenes de baja seguridad, donde los detenidos son sometidos a continua vigilancia, y las más duras son verdaderos infiernos orwelianos. Hoy la cárcel tiene una función de simple incapacitación, de neutralización de categorías y classes específicas de individuos. La cuestión social se transforma en cuestión criminal y la justicia social en justicia penal.
Volvemos a Rusche y Kirchheimer, quienes señalaban: «el capitalismo produce una población superflua respecto a las exigencias ordinarias del capital para su valoración… esta población no-necesaria se convierte en una cuestión que exige la intervención de las instituciones… si se trata de deshechos sociales… los mismos deben ser gestionados; si se trata de dinamita social, como los desempleados o los imposibles de emplear, entonces debe ser controlada». Un consejero de las Naciones Unidas en el tema carcelario develó en un santiamén el misterioso jeroglifico que atormenta a la Gallizo. Dijo que el Reino Unido y España utilizan la prisión para resolver problemas de justicia social, de equidad e igualdad de oportunidades. Una verdad más grande que una catedral.
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