Editorial elaborada por el Secretariado Permanente del Comité Nacional de CNT y publicada en el periódico cnt del mes de junio de 2009.
Se ha cumplido recientemente el septuagésimo aniversario del fin oficial de la guerra civil (para nosotros, guerra revolucionaria o revolución social, sin más). Sin embargo, a pesar de que el 1 de abril de 1939 se emitió desde el cuartel general de Franco -y firmado por éste- el llamado último parte de guerra, lo cierto es que la guerra no acabó ese día, ni mucho menos. No todos los que formaban parte de lo que los fascistas llamaban ejército rojo estaban cautivos y desarmados, sino que fueron muchos lo que prefirieron el camino del exilio antes que la rendición, y muchos también, los que se echaron al monte e iniciaron una guerra de guerrillas que duraría décadas, aunque acabara convirtiéndose, en no pocos casos, en una auténtica lucha por la mera supervivencia, lo que no les resta méritos. Los que se echaron al monte, a pesar de todos los riesgos y penalidades, gozaron de una relativa -aunque tensa- libertad, defendida día a día fusil en mano, pero los que emprendieron el camino del exilio acabaron, generalmente, en los campos de concentración preparados para ellos por los franceses, en los que muchísimos sucumbieron a todo tipo de enfermedades. Los franceses – y lo mismo podríamos decir de los ingleses- no fueron capaces de entender que con la lucha mantenida durante casi tres años por lo mejor del pueblo español se les estaba defendiendo también a ellos. No comprendieron que en España se estaban librando las primeras batallas de la II Guerra Mundial y que en la Península Ibérica se estaba haciendo frente al nazifascismo, algo de lo que no habían sido capaces los regímenes democrático-burgueses, que, por el contrario, habían agachado la cabeza ante Hitler y se habían bajado los pantalones ante él. Pero al mismo tiempo que combatían contra fuerzas muy poderosas (no hay que olvidar que se enfrentaban a una parte importante del propio ejército del país, ayudado por Alemania e Italia, dos grandes potencias en aquellos momentos), los trabajadores españoles fueron capaces de poner en práctica los acuerdos del Congreso de Zaragoza de mayo de 1936, y en concreto lo aprobado en el Dictamen sobre Concepto Confederal del Comunismo Libertario. En efecto, fueron colectivizadas grandes zonas de España (en Aragón, por ejemplo, el territorio que no ocupaban los fascistas, aumentando notablemente la producción de cereales); por lo que respecta a Cataluña, además del sector primario fueron colectivizados también la industria y los servicios, alcanzando, por lo tanto, la obra constructiva de la revolución social a todos los sectores. Eso era lo que defendían hasta la muerte (y no es un mero recurso literario) los obreros españoles, sabiendo perfectamente quiénes eran sus enemigos, a los que siguieron combatiendo en el exilio al comenzar la guerra mundial; de hecho, en Francia se integraron en la Resistencia contra los nazis -o, más bien, la fundaron-, y lucharon contra el Eje en todos los frentes.
El enorme y heroico esfuerzo de los exiliados españoles, en su mayoría libertarios, no tuvo la recompensa que se esperaba, puesto que los ejércitos aliados, una vez derrotado el nazifascismo, no cruzaron la frontera española, y permitieron que, sin excesivos sobresaltos, se consolidara el régimen franquista, que convirtió España en un gran presidio, una inmensa cámara de torturas y un enorme cementerio. Contra esa situación, se rebelaban no pocos militantes cenetistas, que
organizaron grupos clandestinos de resistencia contra la Dictadura franquista, pasando a España para realizar todo tipo de acciones armadas que mantuvieran alta la moral de los antifascistas, al tiempo que procuraban reorganizar y mantener la estructura clandestina de la CNT. La lucha fue larga, de décadas, pues no hay que olvidar que Quico
Sabaté murió a tiros en enero de 1960, y aún más tarde, en 1963, cayó acribillado por la Guardia Civil, Ramón Vila Capdevila, llamado Caraquemada; podemos citar, además, al joven anarquista Salvador Puig Antich, último asesinado a garrote vil, en marzo de 1974. No ha existido en toda la Historia de este país -ni probablemente del mundo- una organización que haya pagado tan cara su defensa de la Libertad, de la dignidad y de la justicia social. La CNT, que era la organización no sólo más grande, sino, sobre todo, más revolucionaria y, por ende, más combativa, tuvo decenas y decenas de miles de muertos en la guerra y en la represión postbélica, y si sumáramos los años de cárcel sufridos por su militancia obtendríamos, sin duda, una cifra de muchos millones; a lo que podríamos añadir toda clase de represalias y humillaciones.
Pero aquí seguimos. Aquí está la CNT. En pie, creciendo en todos los lugares y combatiendo, como siempre, al Capital y al Estado, libre de toda influencia política, plenamente consciente de su propia autosuficiencia como alternativa global al Sistema, sabiendo que la lucha ha de darse al mismo tiempo contra la explotación económica y contra
la dominación política.
Para nosotros la guerra de 1936-1939 fue un episodio más de la lucha de clases, una batalla más de la larga lucha por la emancipación de los trabajadores, una lucha que sólo acabará cuando acabe la actual división de la sociedad en dos clases irreconciliables por tener intereses antagónicos, que sólo llegará a su fin cuando instauremos el Comunismo
Libertario, finalidad de la Organización desde el Congreso de 1919. Para nosotros, ninguna otra solución es válida, porque ni siquiera un cambio de régimen (menos aún la sustitución de un gobierno por otro) supondría un verdadero avance social. No hay más que recordar que la Segunda República -tan mitificada hoy por algunos- reprimió violentamente a los trabajadores, sobre todo a los cenetistas, en numerosas ocasiones; por citar algunos casos: Casas Viejas, Arnedo, los
cañonazos contra Casa Cornelio en Sevilla, y así ad infinitum.
Los hombres y mujeres de la Confederación Nacional del Trabajo podemos ir con la cabeza bien alta, como continuadores que somos de aquella militancia que logró la jornada de ocho horas hace noventa años, que conquistó la de seis horas diarias en Sevilla, en 1936, y que alcanzó los mayores logros para el conjunto de la clase obrera. Como decíamos antes, aquí seguimos, manteniendo y ganando cotidianamente conflictos laborales, demostrando a los trabajadores que es posible hacer verdadero sindicalismo; es decir, sindicalismo sin
jefes cuasi vitalicios, sin liberados, sin subvenciones y sin participar en elecciones sindicales, que son la puerta de entrada a toda la corrupción. Preparamos el camino para la revolución social, que llegará (quizás antes
de lo que se pueda pensar), porque aunque haya perdido otras, el pueblo obrero ganará la última batalla.
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