En el año 1919, una dura huelga redujo la jornada laboral en el estado español. Hace 90 años La Canadiense, una eléctrica de Barcelona, despidió a ocho trabajadores. Un mes y una huelga más tarde, el Gobierno promulgaba por primera vez la jornada máxima de ocho horas.
Hace 90 años, el 3 de abril de 1919, el Gobierno del gran terrateniente conde de Romanones promulgaba el decreto que instauraba las ocho horas de trabajo diario. Pese al carácter histórico de esta norma, aún hoy en muchas empresas las 40 horas semanales son papel mojado y su ampliación es un tema que vuelve a estar en el candelero.
En ese momento, al Gobierno de Romanones no le quedó más remedio que ceder. Era la única forma de recuperar una paz social que había saltado por los aires en Barcelona a raíz de un pequeño conflicto laboral en la empresa Riegos y Fuerzas del Ebro, una filial de la Barcelona Traction Light and Power y conocida como ‘La Canadiense’ por su origen y la nacionalidad de su director, Fraser Lawton.
La principal empresa eléctrica de la ciudad había despedido a ocho trabajadores por tratar de formar un sindicato independiente tras ver empeoradas sus condiciones de trabajo. “Rompiendo la pluma y tirando los tinteros”, como recuerda Manel Aísa, la sección de facturación al completo se puso en huelga el 5 de febrero de 1919 en solidaridad con los despedidos y la lista de éstos aumentó a más de un centenar. La plantilla optó por recurrir a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), sindicato que en aquel momento afirmaba contar con medio millón de afiliados sólo en Cataluña. El conflicto iba a desafiar la nueva estructura del anarcosindicalismo catalán, organizado desde el congreso del año anterior en sindicatos únicos que agrupaban ramos industriales. Era el momento de aprovechar la huelga para poner en práctica las palabras del discurso de clausura de su secretario general, Salvador Seguí: “Si nos superamos, si conquistamos nuestra capacidad y nos colocamos en condiciones de actuar de un modo enérgico, de hacer frente a todas las posibilidades de ataque, seremos respetados, atendidos y nos impondremos”.
Así pues, el conflicto daba un nuevo giro. Coordinada por un comité compuesto por trabajadores y responsables del sindicato, la huelga se extendió a los encargados de la lectura de contadores y formó cajas de resistencia que recaudaron 50.000 pesetas de la época en una semana.
“Inquietud y oscuridad”
Mr. Lawton seguía sin negociar, sumiendo Barcelona en “momentos de inquietud y oscuridad”, según recuerda el anarcosindicalista Juan García Oliver en «El eco de los pasos», pues la huelga se extendió y dejó a Barcelona sin suministro eléctrico. El Gobierno, cuyos bandos poca gente leía pues los trabajadores de prensa aplicaban la “censura roja”, militarizó las empresas litigantes y encarceló a los cientos de obreros que se negaron a volver al trabajo. “Comités de huelga (…) actuaban en la ciudad a docenas. Muchos de ellos fueron detenidos pero previsoramente habían sido designados dos y tres equipos para sustituirlos, hasta por lo que se refería al comité central de huelga”, señala García Oliver.
En una situación insostenible tanto para las empresas como para los trabajadores, finalmente el Gobierno convenció a la empresa para que diera su brazo a torcer. La Canadiense aceptó aumentar los salarios, readmitir a los huelguistas y establecer la jornada de ocho horas, además de pagar la mitad de los salarios no cobrados durante el mes de huelga. Por su parte, el Gobierno levantó el estado de guerra, liberó a los presos y se comprometió a instaurar las ocho horas para todos los oficios, lo que haría dos semanas más tarde. En la plaza de toros barcelonesa de Las Arenas una asamblea de 20.000 trabajadores aceptó el acuerdo.
Meses más tarde la patronal organizaría su venganza, pero los ataques no impidieron el salto cualitativo de los sindicatos. Ese salto cualitativo, en forma de revolución social durante la Guerra Civil, curiosamente volvió a involucrar al conde de Romanones, quien no había podido vencer a la clase obrera 20 años antes, ni siquiera con el Ejército. Relata Juan Gómez Casas en «Historia del anarcosindicalismo español» que, cuando acabó la guerra, el conde regresó a sus tierras de Guadalajara, esperándolas ver arrasadas pues sabía que los campesinos las habían colectivizado. Cuando llegó, comprobó asombrado que las tierras de cultivo se habían ampliado, funcionaban nuevas obras de ingeniería y la producción había aumentado. Se informó sobre Jerónimo Gómez Abril, miembro de la CNT madrileña que había tomado parte en el asunto, consiguió su libertad y le ofreció la dirección de sus propiedades. Gómez Abril se negó. Quizá no podía evitar acordarse de Miguel Burgos, secretario del sindicato de curtidores, asesinado a la puerta de su casa por la Guardia Civil durante aquella huelga por la que tanto se había sufrido y con la que tanto se había conseguido.
Eduardo Pérez / Diagonal
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