El pasado 8 de enero se cumplían 100 años de la desaparición de Pietro Gori, el infatigable anarquista italiano. A continuación reproducimos el siguiente artículo en donde se refleja un esbozo de sus ideas, tan actuales en este siglo XXI.
El Estado
El Estado, el poder ejecutivo, el judicial, el administrativo y todas las ruedas grandes o chicas de este mastodóntico mecanismo autoritario que los espíritus débiles creen indispensable, no hacen más que comprimir, sofocar, aplastar cualquier libre iniciativa, toda espontánea agrupación de fuerzas y de voluntad, impidiendo, en suma, el orden natural que resultaría del libre juego de las energías sociales, para mantener el orden artificial -desorden en sustancia- de la jerarquía autoritaria sujeta a su continua vigilancia. Magistralmente definió Giovanni Bovio el Estado: «opresión dentro y guerra fuera. Con el pretexto de ser el órgano de la seguridad pública, es, por necesidad, expoliador y violento; y con el de custodiar la paz entre los ciudadanos y las partes, provoca guerras vecinas y lejanas. Llama bondad a la obediencia, orden al silencio, expansión a la destrucción, civilización al disimulo. Como la Iglesia, es hijo de la común ignorancia y de la debilidad de la mayoría. A los hombres adultos se manifiesta tal cual es; el mayor enemigo del hombre desde que nace hasta que muere. Cualquier daño que pueda derivar a los hombres de la anarquía, será siempre menor que el peso que el Estado ejerce sobre ellos».
Hacen creer los gobernantes, y el prejuicio es anti-guo, que el gobierno es instrumento de civilización y de progreso para un pueblo. Pero si bien se observa, se verá que, al contrario, todo el movimiento progresivo de la humanidad es debido al esfuerzo de individualidades, a la iniciativa anónima de las multitudes y a la acción directa del pueblo. El mundo ha marchado siempre hasta el presente, no con ayuda de los gobiernos, sino a pesar de éstos, y en éstos hallando siempre el continuo obstáculo directo e indirecto a su fatal andar. ¡Qué de veces los más gloriosos innovadores en ciencias, en arte, en política, no hallaron su camino barrado, mucho más que por los prejuicios y por la ignorancia de las multitudes, por los andadores y por las persecuciones gubernativas!
Cuando el poder legislativo y el gobierno aceptan y satisfacen en forma de ley o de decreto alguna nueva petición salida de la conciencia pública, es después de innumerables reclamaciones, de agitaciones extraordinarias, de sacrificios mil del pueblo. Y cuando los gobernantes se han decidido a decir sí, a reconocer a sus súbditos un derecho y, mutilado y desconocido, lo promulgan en los códigos, casi siempre aquel derecho se ha hecho anticuado, la idea es ya vieja, la necesidad pública de tal o cual cosa no se siente ya, y entonces la nueva ley sirve para reprimir otras necesidades más urgentes que se avanzan, que tienen que esperar a ser esterilizadas, hipertróficas, antes de que las reconozca una ley sucesiva.
Todo aquel que ha estudiado y observado con pasión los partos curiosos y extraños del genio legislativo, las leyes pasadas y las presentes, queda sorprendido al ver el sutil fraude que logra gabelar por derecho el privilegio, por orden el bandidaje colectivo, por heroísmo el fratricidio de la guerra, por razón de Estado la conculcación de los derechos y de los intereses populares, por protección de los honrados la venganza judiciaria contra los delincuentes, que como dice Quetelet, no son más que instrumentos y víctimas, al mismo tiempo, de las monstruosidades sociales.
Y cuando nosotros queremos combatir estos males, causa y efecto juntamente de tanta infamia y de tantos dolores, para derribar todo lo que dificulta el triunfo de la justicia, se nos llama «fautores del desorden».
Cierto; propiedad, Estado, familia, religión, son instituciones que algunas merecen la piqueta demoledora y otras esperan el soplo purificador que las haga revivir bajo otra forma más lógica y humana. ¿Pero querrá esto decir seriamente que se pasaría del «orden al desorden»? ¿Quién no desearía entonces, si se diese voz, tan contrario significado a las palabras, el triunfo del desorden?
Pero si las palabras conservan su significado, no pueden los anarquistas ser llamados amigos del desorden, ni aun considerando esto desde el punto de vista único de revolucionarios. En este histórico periodo de destrucción y de transición entre una sociedad que muere y otra que nace, los actuales revolucionarios son verdaderos elementos de orden. Tienen éstos en sus fosforescentes ojos la visión de la sublime idealidad que hace palpitar el corazón de la humanidad, que la empuja hacia el infinito ascendente camino de la historia.
Después del estampido del trueno, brilla sobre la cabeza de los hombres el bello cielo luminoso y sereno; después de la vasta tempestad que purifique el aire pestilente, estos militantes del porvenir señalan la primavera florida de la familia humana, satisfecha en la igualdad y embellecida con la solidaridad y la paz de los corazones.
(Vuestro orden y nuestro desorden, 1889)
El capitalismo
¿Y como es que el propietario comenzó a hacerse rico? Seguramente la riqueza la heredó de su padre, de su abuelo, si no fue conseguida por medio de alguna intriga vergonzosa o de algún engaño; pero, en cualquier caso, quienes le transmitieron esta herencia, ¿cómo se hicieron ricos? Sabéis bien que con el continuo trabajo, desalentador de generación en generación, vuestras familias nunca se hicieron ricas. Está claro que estos propietarios no acumularon por ventura la riqueza con su propio trabajo, sino aprovechándose del trabajo de otros.
Veamos cómo sucedió empezando con los pocos obreros que tenía al principio, quitando a cada uno de ellos una parte del salario, y no precisamente la más pequeña. Cada obrero produce 5, y 4 van al bolsillo del patrón, quedando sólo 1 al obrero; esta es la proporción más o menos exacta entre el salario y el coste de la producción entera. De esta forma, teniendo solamente dos obreros, quitando a cada uno 4, el patrón obtiene en total 8, que es lo que obtendrían de salario ocho obreros juntos; así empezó la riqueza del propietario a elevarse sobre la miseria del obrero; con esta progresión fatal, que más enriquecía a aquél, éste se volvía más pobre, por leyes ineludibles de la competencia, viéndose continuamente disminuido su salario.
De esta forma la riqueza de uno y la miseria del otro van de la mano, aumentando; y el propietario se enriquece explotando diariamente al obrero, con un continuo y progresivo robo de su salario. De manera que solamente con el engaño, con el fraude y con el robo disimulado, comenzó la riqueza de los propietarios. Y en el robo cotidiano de los explotadores del trabajo de los obreros explotados, tiene su origen la denominada propiedad individual.
Para esta propiedad individual la tierra, que la Naturaleza, esta gran madre de todas las cosas, había dado a todos los hombres indistintamente, viene dividida sólo entre unos pocos, los ricos, que constriñen al obrero, si quiere vivir, a trabajar para ellos que no hacen nada: y el obrero bajó la frente y trabajó, y aceptó vilmente, casi como un regalo, cuanto los ricos quisieron darle para que no muriera de hambre. Digo para no dejarlo morir de hambre, porque los ricos consideran a los pobres como a una máquina y nada más; y sólo para que esa máquina sea útil y no se destruya, y acabase así la vida felizmente ociosa que ellos disfrutan, los propietarios, los burgueses, los ricos dejaron que el pueblo, agotándose y consumiéndose de hambre poco a poco, se sometiera más y más; porque si la tierra produjera por sí sola la mies y los frutos, y las máquinas pudieran trabajar sin necesidad del brazo del obrero, los ricos le habrían dejado morir de hambre aguda y así mantenerse mejor como amos del mundo.
(Pensieri ribelli, 1889)
La religión
Antes que nada, bueno será pedir de qué religión se trata. ¡Hay tantas en este mundo! ¿Se trata de la que promete el paraíso cristiano e infantilmente amenaza con las llamas del infierno, de igual modo que a los niños buenos o malos se les promete el terrón de azúcar o el coscorrón, y que hace consistir todo el estimulo a las buenas obras en la esperanza usuraria o en el infantil miedo de gozar o sufrir… en la otra vida? ¿O es que se nos habla de la religión de Mahoma, que a sus fieles promete el goce pagano de las huríes jóvenes y bellas entrevistas detrás del humo del opio? ¿Tal vez de la religión de Confucio o de Buda, o de cualquiera otra que haya entenebrecido o anuble aún las humanas mentes? ¿De cuál se pretende hablar, ya que sus respectivos sacerdotes sostienen que la religión verdadera es la suya?
Naturalmente que, según estuviéramos en Turquía, en la India o en la China, cada una de las religiones, por boca de sus curas, nos dirigiría la dura acusación de incrédulos. Y nosotros podríamos, en todas partes, rebatir la acusación y confundir a los acusadores con una cantidad de argumentos especiales que es inútil enumerar aquí.
Pero ya que nacimos y vivimos en países donde predomina la religión cristiana y los que más vociferan contra nosotros son los fanáticos y los mercaderes del cristianismo, y sobre todo, del catolicismo, podemos dispensarnos de buscar sendos argumentos, ya que los mejores nos los suministran los mismos sacerdotes de la religión cristiana. Ellos son los que más tremendos golpes asestaron para destrucción de su propia fe. Desde el momento en que el descendiente de Pedro, el pescador, olvidó la humildad originaria del cristianismo -religión de los pobres y para los pobres-; desde el momento en que los príncipes de la Iglesia en lugar del cilicio, las espinas y el tosco vestido se cubren con sedas, púrpura y pedrería, como todos los demás potentados de la tierra; desde el momento en que las indulgencias, los pasaportes para el paraíso, las amnistías totales o parciales del purgatorio pudieron comprarse como una mercancía cualquiera o como un favor de ministros corrompidos; desde el momento, en suma, en que la religión de Cristo cesó de ser apostolado y se convirtió en charlatanería de sacamuelas de plazuela y la iglesia se transformó, fin natural de todas las iglesias, en botica de almas y de conciencias, la ilusión del misticismo cristiano comenzó a revelarse como un embuste, como vil metal dorado que con el uso pierde su apariencia y no engaña ya al ojo del villano que hasta entonces creyólo oro del más puro.
Una vez el dogma católico se puso abiertamente de parte de los grandes contra los humildes y miserables, tan caros a Jesús, se reveló, tal como por su propia esencia debía convertirse, enemigo de la ciencia y de la libertad. Y esta tendencia invencible de toda religión hacia el fanatismo y beatería ciegos de un lado y el servilismo hacia los poderosos y dueños contra los súbditos y siervos del otro, tendencia que constituyó y constituye aún el germen de disolución del cristianismo, esta fe dejó de ser joven.
Es una fe que arrastramos como un grillete que nos impide caminar libremente hacia nuestra meta de liberación integral. Llegó la hora de que esta cosa muerta y que grava con su peso todo el de la cadena de esclavitud que arrastramos, nos la arranquemos de los pies arrojándola bien lejos de nosotros.
(Ciencia y religión, 1896)
La guerra
Pero consolémonos, que hoy la guerra ha perdido ya algo de su carácter primitivo; que hoy no es ya salvaje la guerra como antiguamente; que se ha convertido en científica y cínica.
¡Profanación de una palabra sagrada! La guerra científica, o sea, las preclaras dotes del ingenio, las noches de insomnio del hombre de estudio dedicadas al feroz problema de la destrucción.
En este caso, ciencia es sinónimo de maldición… Servíos de ella, ¡oh hombres!, como una diosa benéfica, para arrancar sus secreto a la naturaleza, para dar vida a las máquinas, la fuerza al carbón; utilizadla para convertir el rayo en productor de riqueza, para aligerar las fatigas del hombre, para atenuarle sus dolores, para restaurar los relajados tendones de la humana abeja en sus fatigas del trabajo cotidiano; utilizadla para horadar montañas, para regar los valles, para sanear el aire, para enlazar pueblos con pueblos en fraternal obra de solidaridad y de colaboración, a fin de que juntos procedan a la conquista del progreso y de la felicidad.
Haced de la ciencia un instrumento de civilización y no de destrucción y de muerte…
Hemos dicho que la guerra moderna es cínica, y, de hecho, la guerra científica, con la cual se matan a millares de metros de distancia los hombres, que no se conocen, que no se han visto jamás, ha perdido también la forma del culto primitivo de la fuerza y de la destreza en las armas, de que fue un ejemplo la antigua Grecia.
Los Agamenón y los Aquiles ya no son posibles con los fusiles de repetición, con las balas dum-dum y con la dinamita, la melinita y con todas aquellas sustancias explosivas tan similares en sus efectos a aquellos otros estragos de la humanidad como la bronquitis, la pulmonía, la pleuresía, etc. Hoy triunfa Moltke disponiendo serenamente sobre el mapa topográfico las banderitas rojas que indican los movimientos del enemigo y los ataques afortunados del combatiente.
Pero si mañana, sobre la azulada bóveda, una mirada pensativa pudiese contemplar la humana tragedia, con tantas vidas juveniles segadas en flor, como una hoz inexorable, y a las armas de fuego vomitando inconscientemente la muerte, tan inconscientemente como los que las cargan; si esta mirada pudiese abarcar el amontonamiento de los cadáveres mutilados y la sangre que baña la tierra, sin una lágrima de pena, sin un remordimiento, se preguntaría si toda aquella carnicería es acaso obra de un destino ciego, inexorable, que condena a los hombres desde su origen a un común matadero, o una gran locura que sojuzga al género humano, pervierte la historia y triunfa sobre el hombre arrogantemente.
(Guerra a la guerra, 1903)
Los anarquistas
¿Quiénes son los socialistas anárquicos? Si hacemos esta pregunta a un policía, sin duda nos responderá: «Los anarquistas son malhechores». Y la sentencia de los anarquistas independientes le dará la razón. Si preguntamos a los patronos que viven a costa de vosotros, trabajadores, pero sin trabajar, responderán que los anarquistas son unos vagos, gente que no quiere trabajar. Si preguntamos a los hombres serios y prácticos nos dirán, con un esfuerzo de benevolencia, que los anarquistas son locos de atar.
Y los gobiernos, monárquicos o republicanos, dan razón a esta gente, y mandan a los socialistas anárquicos a poblar las cárceles, los penales, y a ensangrentar los patíbulos. ¿Qué importa?
Quien está interesado en defender privilegios y sinecuras no puede ser juez imparcial de hombres que tienen como grito de guerra la abolición de todo privilegio y de toda forma de explotación.
Pero vosotros, trabajadores, que sois las víctimas, los mártires ignotos de todo un sistema social a base de latrocinio, de fraude y de mentiras, vosotros haréis justicia a las inconsistentes acusaciones que el vulgo dorado de los satisfechos y los ambiciosos os lanza a la espalda.
Los anarquistas son, trabajadores, hombres del pueblo como vosotros; sufren con lo que vosotros sufrís: la dura condena de un trabajo extenuante, mal pagado y despreciado por los ociosos regocijados. Como vosotros han recibido de sus padres, también trabajadores, en compensación a tantas fatigas, la pobreza, único y triste patrimonio. Como vosotros dejaréis a vuestros hijos, también ellos, trabajadores, dejarán el triste fruto de una fatigosa existencia, el pesado fardo de la miseria.
Vosotros sabéis que, sobre todo, los socialistas anarquistas quieren la igualdad, pero la igualdad verdadera, no la embusteramente proclamada por las leyes y brutalmente desmentida por la realidad de los hechos sociales. Pero ¿cómo es posible la igualdad en una sociedad en la que unos pocos son poseedores y los más no poseen nada, de modo que estos últimos, obligados por la necesidad, tienen que vender sus brazos a los propietarios de la tierra, de las máquinas y los instrumentos de trabajo? La igualdad social, por tanto, no será posible hasta que todos los hombres sean poseedores de las tierras, de las máquinas y de las demás fuentes de riqueza, y hasta que esta riqueza, que es el producto del trabajo de todos, sea puesta en común para todos.
Esto es el comunismo. De la comunidad de bienes materiales, o sea de los instrumentos de producción y de la producción misma, se desarrollará la armonía de los intereses del individuo con los de la colectividad, según el principio «todos para uno y uno para todos», en contraposición con la egoísta moral burguesa del «cada uno para sí». De la asociación de bienes y de las fuerzas de todos derivará la asociación de los corazones y se desarrollará espontáneamente y con grandeza un sentido de solidaridad y hermandad desconocido en la sociedad burguesa, desgarrada por la más feroz antropofagia legal y por una implacable guerra civil, que envenena y despedaza a esta moribunda sociedad finisecular.
En esta atmósfera pura, en lugar de la familia cerrada, egoísta de hoy, crecerá serena y feliz la gran familia de los iguales y libres, la familia de la que será miembro amado igualmente todo hombre, todo ciudadano del mundo; y las nuevas generaciones crecerán vigorosas y hermanadas, no como hoy, que son el fruto enfermizo e insano de fríos acoplamientos, de calculados e interesados contratos matrimoniales; no más como ahora producto anémico y epiléptico de tristes amores y de prostituciones más o menos legales. Desaparecido junto con la propiedad individual todo instinto de bajo interés personal, la unión de un hombre y una mujer no será ya un negocio en el sentido moderno y mercantil de la palabra. La unión libre, sobre las bases del amor y la simpatía: este es el lógico vínculo sexual, esta es la familia del porvenir, sin la mentira convencional del juramento civil ante el alcalde, o del religioso ante el cura.
¿Y el cura? Comenzad a combatir al cura, chillan los anticlericales, y habréis emancipado a la humanidad.
Los anarquistas responden: ¡Oh, el cura! Desaparecerá junto con la ignorancia y el embrutecimiento de la mayoría, y con el cura desaparecerán todas las mentiras religiosas borradas con el rayo vivificador de la ciencia. Mientras tanto, al cura lo combatimos también nosotros mucho mejor que los eternos abanderados profesionales de cortejos conmemorativos y fúnebres, y lo combatimos señalándolo sobre todo a vosotros, trabajadores, como el eterno aliado de nuestros opresores y explotadores, e intentando oponer la luz de la razón a la impostura de lo sobrenatural.
Pero, antes que cualquier otra cosa, reivindicamos para todos la nutrición del estómago -ya que la gran cuestión vital no es otra cosa que una prosaica cuestión de panza, oh politicastros… de panza llena- y después nutrición del cerebro y del corazón (si se me permite la metáfora), amplia nutrición de ciencia y de afectos, de instrucción y educación; reivindicaciones todas ellas de la más alta facultad del ser humano.
Pero sobre todo, antes que nada ¡libertad! No libertad mutilada, irreconocible gracias a ese papel impreso llamado ley; no libertad administrada por bandidos de cualquier código más o menos plebiscitario -ya sean demócratas, republicanos o socialistas- sino libertad ejercida íntegramente por cada individuo, fusión de todas las actividades y de todas las iniciativas asociadas libremente por tendencias naturales, para el bienestar de todos.
Tú dirás, pueblo, que nosotros te podemos engañar cuando afirmamos que el porvenir es la gran paz, la verdadera igualdad, la infinita hermandad entre todos los hombres de la tierra.
Podremos engañarnos, pero no engañarte. ¿Qué objeto tendría? ¿Qué interés? Tú ves la suerte que nos reserva a los anarquistas la valiente declaración de guerra que arrojamos a la cara de la mafia mundial de los patronos y de los gobiernos coaligados para tu perjuicio.
No hay perdón, no hay tregua para nosotros. Y nosotros no pedimos perdón ni tregua. Paralelamente, las horcas republicanas en las que en 1887 el democrático gobierno de los Estados Unidos ajusticiaba a nuestros cuatro héroes, que cometieron el horrendo delito de decir en voz alta la verdad a la cara a las sanguijuelas de la clase trabajadora, surgió en la España monárquica y católica el cruel instrumento del garrote, y cerca de allí, en la Francia republicanísima, se han promulgado leyes idóneas para golpear a los enemigos implacables de la injusticia y de la plutocracia. Un gobierno equivale al otro; todos los gobiernos están contra nosotros, contra todas las tiranías. Solo nosotros no nos hemos acobardado ante los sacrificios a la hora de reivindicar para todos los hombres la verdadera igualdad en el comunismo, con la supresión de toda explotación del hombre sobre el hombre, con la abolición de la propiedad individual; solo nosotros queremos la emancipación completa de la personalidad humana del yugo opresivo de toda autoridad política, civil, militar y religiosa; solo nosotros ambicionamos la libertad integral del género humano, la libertad de las libertades: la anarquía.
(Socialismo legalitario e socialismo anarchico, 1906)
La emancipación de la mujer
Igual que los obreros sufren la tiranía económica de la clase capitalista, las mujeres -en los usos y en las leyes- sufren la tiranía del sexo masculino. La liberación de los unos del yugo económico y la de las otras del yugo sexual solo puede ser resultado del esfuerzo colectivo de todos los humillados por esta sociedad. Igual que la emancipación de los trabajadores no puede ser obra más que de los propios trabajadores, según el dictamen de la Internacional, así la emancipación de la mujer será siempre una afirmación verbal vacía si en ella no pone manos a la obra la mujer misma. Y porque las reivindicaciones femeninas están, por mil razones y causas, unidas a las reivindicaciones obreras, y por otra parte el derecho obrero no conseguirá la victoria si la mujer se queda indolente fuera de la lucha, por ello los trabajadores tienen el interés y el deber de no descuidar el problema femenino, que es parte de la vasta cuestión social, y las mujeres tienen el interés y el deber de preocuparse con amor inteligente por la cuestión social, ya que fuera de ella el feminismo sería vana academia de unas pocas charlatanas ambiciosas.
Pero eso, al hablar de la mujer y la familia, me dirijo a la vez a vosotras, mujeres que me escucháis, y a vosotros, obreros, compañeros míos de lucha y más o menos afines a nosotros por ideas.
Existe este error, amenazador con graves efectos, incluso en medio de los combatientes de las batallas del porvenir. Por un lado los obreros, emancipados intelectualmente, que toman demasiado al pie de la letra la teoría del materialismo histórico, según el cual no se debe tener en cuenta más que el factor económico en la valoración de los hechos sociales y en el movimiento de renovación humana, sin preocuparse de emancipar a la propia mujer y las mujeres que viven su propia vida, perteneciendo a su misma clase social. Hay que estar ciego para no comprender que la mujer constituye en el mundo la mitad o más del género humano, y que hasta que no se libere de la influencia del cura y de la sumisión a toda prepotencia, será para nosotros y para la humanidad que avanza, como una bola de plomo encadenada al pie que le impedirá caminar con soltura. Muchos se limitan a olvidar a la mujer; incluso van un poco más allá… Hay, no vamos a negarlo, quien piensa todavía que un poco de religión es bueno para la mujer; hay quien impide a la mujer ocuparse de las más urgentes cuestiones de reivindicación social. Cuántas veces he escuchado a algún republicano o socialista decir a su mujer en medio de una discusión: «Mira, querida, vete a otra habitación; estas cosas no te interesan», y volviéndose a mí y a los demás contertulios, añadir: «¡La política no es cosa de mujeres!»
Si por política se entiende el arte malvado de gobernar y gobernar, estamos de acuerdo. No faltaría más que la mujer se mezclase en esas torpes cosas que son la vida parlamentaria y gubernativa, donde todo lo que hay de bueno en el alma humana es sofocado y transformado. Pero nosotros pensamos que no solo hay que alejar esta forma de política de la mujer, sino también del hombre. Y los anarquistas de hecho están lejos. Pero si por política se entiende el ocuparse de la vida pública, el interesarse por las cuestiones más palpitantes de la vida social, el tomar parte en el movimiento de elevación económica y moral, está claro que esta es la sana política que todas las mujeres deberían y podrían hacer, sin por ello perder su gracia innata y sus atractivos, que aumentarían.
De la misma manera, muchas mujeres, que se ocupan de esta bendita política, acaban por hacer de ella el falso concepto que precisamente hemos deplorado; y dan la máxima importancia al hecho de convertirse en electoras o ser elegidas, mezclándose también ellas en las poco decorosas luchas del poder. En vez de pensar en emanciparse ellas y las demás de las diferentes formas de esclavitud y opresión, deciden a su vez solo el poder y participar también ellas en la obra de opresión y esclavitud ejercida por los gobiernos y los parlamentos.
Estas preocupaciones tan poco dignas de su bondad y gentileza las llevan a concebir el movimiento de elevación y emancipación de la mujer como algo separado de las demás cuestiones sociales, y separado sobre todo del problema obrero; mientras que la verdad es todo lo opuesto, porque como bien demostró Bebel en su magistral libro sobre la mujer y el socialismo: la mujer no alcanzará su verdadera emancipación mientras no haya desaparecido el privilegio económico, es decir, hasta que la clase trabajadora no se emancipe de la opresión económica, siendo en gran parte la condición actual de la mujer un resultado de la mala organización económica de la sociedad.
(La donna e la famiglia, 1900)
Libertad e igualdad
Ya indicamos en páginas precedentes las bases sociológicas en que se funda la doctrina anarquista; veremos cómo solo a condición de una profundo cambio de la sociedad en sus relaciones económicas, será posible un estado de cosas que garantice al hombre la libertad integral deseada por los anarquistas, para que no se produzca la opresión y la violencia organizada del gobierno y la milicia como hoy día.
La solución anarquista al problema de la libertad presupone una solución socialista al problema de la propiedad. Por eso los anarquistas son socialistas, porque no habrá igualdad verdadera más que cuando los individuos puedan disponer libremente de sí mismos, sin tener que rendir cuentas a nadie.
Yo, que me siento íntimamente anarquista, soy socialista, y eso desde que comprendí (y era jovencito) que la moderna concentración industrial, con sus sistemas de producción, despojando a la mayoría y socializando el trabajo, contiene al mismo tiempo el empuje para la reivindicación de toda riqueza a la sociedad entera, y las líneas maestras del futuro ordenamiento económico. Esta convicción socialista, en mí como en los otros, solo puede ser el resultado de sentimientos y razonamientos combinados. La primera rebelión contra la iniquidad social es la impulsada por el corazón o por la necesidad; después viene la lógica austera y fría que, emergiendo de las causas profundas de los sucesos humanos, critica, destruye y combate serenamente, sin odio y sin miedo. No es un dogma preestablecido esta fe en el porvenir de la humanidad; no es un teorema árido ni el rumiar estéril de fórmulas algebraicas. Es poesía y ciencia a la vez. Es certeza matemática, que tiene su génesis en el corazón y su vitalidad en el cerebro, y que, desafiando toda ironía y toda persecución, se presenta a la lucha como la más alta transfiguración del sentimiento.
El socialismo, en su aplicación integral, que solo los anarquistas hacen, conduce al comunismo científico; y será un ordenamiento económico en el que la armonía del interés de cada uno con el interés de todos resolverá la sangrienta disidencia entre los derechos del individuo y los de la humanidad entera. Pero en el socialismo, que es la base económica de la futura sociedad, deben ser conciliados en la práctica los dos grandes principios de la igualdad y la libertad. De esto se deduce el vibrante y mal comprendido concepto de la anarquía: libertad de la libertad, que no será otra cosa que la coronación política necesaria del socialismo mañana, como hoy lo es la corriente claramente libertaria. La anarquía no es, como el socialismo autoritario, la humanidad sofocando al hombre. No es, como el desorden burgués, el hombre que pisotea a la humanidad. Retoma el ideal del acuerdo espontáneo de las voluntades y de las soberanías individuales para el goce del bienestar, creado gracias al trabajo de todos. Sin explotación: este es el ideal económico; sin coacción: este es el ideal político del verdadero socialismo.
Lejos de ser contradictorios, los dos términos -socialismo y anarquía- se integran y complementan a la vez. Aplicad la crítica y los postulados científicos del socialismo en política y tendréis la conclusión más libertaria que se pueda imaginar; y a la viceversa, dirigid a la economía burguesa la crítica que los enemigos del Estado hacen a las instituciones políticas actuales, y llegaréis por otro camino al reconocimiento de la doctrina socialista.
El socialismo significa riqueza socializada (no dividida y repartida, como irónicamente se suele decir) y la anarquía significa libre asociación de las soberanías individuales, sin poder central y sin coerción.
Imaginad una sociedad en la que todos los ciudadanos, libremente federados en grupos, asociaciones, corporaciones de profesión, arte u oficio, sean copropietarios de todo: tierras, minas, talleres, casas, máquinas, instrumentos de trabajo, medios de cambio y de producción; imaginad que todos estos hombres, asociados por una evidente armonía de intereses administren socialmente, sin gobernantes, la «cosa pública», disfrutando en común de las ventajas, y trabajando en común para aumentar el bienestar colectivo, y tendréis la anarquía ideal. ¿Es utopía? ¿Hay alguien que, conociendo siquiera superficialmente la historia de las grandes utopías humanas, podría afirmarlo?
Que el socialismo autodenominado científico (lo han bautizado así sus doctores, modestamente) sea otra cosa es indudable. Pero los socialdemócratas se apresuran, como Ferri en su Socialismo y ciencia positiva, a rechazar cualquier solidaridad, incluso teórica, con los perseguidos de hoy, negándoles el derecho a llamarse socialistas, olvidando o ignorando que el movimiento socialista popular en toda la Europa latina ha sido en principio, y en algunas partes continúa siéndolo, claramente anarquista.
Así pues, teóricamente -como concluía en otra ocasión- de la crítica económica del socialismo (aceptadas las premisas) se debe llegar lógicamente a las conclusiones matemáticas de la anarquía.
(La questione sociale e gli anarchici)
La sociedad futura
Si bien no podemos decir con exactitud cómo será la forma de la sociedad futura, sí podemos afirmar (guiándonos por la experiencia histórica) que el actual ordenamiento de base capitalista deberá ceder el puesto a un ordenamiento más amplio, que esté en armonía con las nuevas necesidades colectivas, y responda mejor a la profunda revolución operada en el siglo XIX en todos los medios de producción.
Se puede creer en el materialismo histórico de Marx y en la consiguiente teoría catastrófica derivada de la concentración de capitales en pocas manos y de la proletarización -si se me permite la palabra- de la gran masa de la sociedad; se puede confiar en el oportunismo reformista que espera obtener una transformación por medio de concesiones graduales de la clase dominante; o por el contrario se puede pensar que con la fuerza de las ideas apoyada en la de los hechos, el proletariado avezado en sus asociaciones podrá por sí mismo reivindicar colectivamente todo cuanto su trabajo creó a través de los siglos.
Pero indudablemente los trabajadores, que son la inmensa mayoría de la sociedad, de un modo u otro quieren lograr esto y tienen interés en alcanzar -y por tal vía se han encaminado- una más igualitaria y satisfactoria distribución de todos los bienes producidos por ellos. Que tal transformación se efectúe bajo una forma u otra, como dicen los socialistas autoritarios o como dicen los anarquistas; pero es indudable que la transformación llegará.
Si la evolución social procede del acuerdo con sus leyes naturales, lógicamente la reacción histórica que se presenta como inevitable frente a la concentración capitalista, que crea la gran usura industrial sobre el trabajo y la consiguiente esclavitud económica del obrero bajo la forma del salariado, es el socialismo.
Por ello, vano y absurdo sería indagar y prever en este artículo en cuál de sus formas y escuelas triunfará el socialismo. Que tenga preponderancia la forma autoritaria o la libertaria, con base comunista o colectivista, lo que es cierto es que en la nueva sociedad, al menos durante algún tiempo, permanecerán algunos residuos de los organismo pasados; de aquí la probable fisonomía multiforme de la sociedad humana al día siguiente de la desaparición del régimen capitalista.
(Come sarà la società futura?)
Debe estar conectado para enviar un comentario.