Está claro que la opción religiosa es un derecho inalienable de cada individuo. Lo que no está tan claro es que la escuela pública, la que pagamos también los no católicos, tenga que poner su infraestructura al servicio de la Iglesia.
La razón se encuentra en la supuesta aconfesionalidad de la que debería gozar el estado español, tal y como recoge su propia constitución: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Bien, pues así y todo, parece que aún rija el Concordato de 1953. La Iglesia Católica no sólo vive en un paraíso fiscal, no sólo recibe dinero por los conciertos educativos, los capellanes en el ejército, las prisiones y los hospitales. Absorbe además la mayoría de subvenciones destinadas al desarrollo, las cuales recibe en forma de congregaciones, fundaciones e institutos que se han transformado en “oenegés”.
Los no católicos también pagamos, y las cifras pueden llegar a ser vertiginosas. Pero lo mejor es que la contribución que los fieles aportan a su ministerio tachando la casilla del 0.5% en la declaración de la renta, se adelanta anualmente en una estimación de la cual la Iglesia sale siempre beneficiada en aproximadamente 5000 millones de las antiguas pesetas, católicas y no católicas. De dichos extras, a la Iglesia no se le piden cuentas, por lo que no devuelve jamás nada. Cero. Conjunto vacío, según estudiábamos en el diagrama de Benn.
El acuerdo de 1976, aún vigente en nuestros días, afirma que el estado español reconoció que “debe haber normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la religión católica”, términos radicalmente incompatibles con el propio planteamiento constitucional.
Hay que decir que los acuerdos de enseñanza de 1979 se firmaron cuando la constitución acababa de entrar en vigor, pero fueron negociados antes bajo la presión de una jerarquía ávida de conservar, no ya los derechos, sino todos sus privilegios. Los contenidos de las clases de religión así como la elección de su profesorado están sometidos a los dictados de la jerarquía católica. Aparte ya del hecho de que dichos profesores son pagados con fondos públicos, la aplicación laboral que reciben, por ejemplo frente a un despido -como sucedió en Canarias-, son los criterios del Derecho Canónigo aprobado por el papa el 25 de enero de 1983 (!), código que, además de carecer de toda legitimidad democrática, no forma parte del ordenamiento español.
Pero así están las cosas. A pesar de todo, la Iglesia ha pasado a la ofensiva llamando a la movilización de todos sus fieles ante lo que consideran un ataque indiscriminado a toda la población católica. Aunque con los datos sobre la mesa, da la sensación de que aquí los únicos estafados somos los no creyentes en dicha institución.
La ya sobrecargada escuela pública debe ser un espacio sin privilegios ni favoritismos para nadie, con la obligación de enseñar las religiones (no sólo la católica, claro está) como fenómeno inherente al estudio de las distintas culturas y pueblos, presentes y pasados, pero siempre desde una perspectiva intelectual, económica, histórica y artística, nunca de forma confesional, que es precisamente lo que significa la clase de religión: la sustitución de la ciencia por la creencia y la supresión de la cultura por el adoctrinamiento.
Por lo tanto, Dios, Alá, Yaveh, profetas correspondientes y demás parafernalia se pueden quedar en los templos y casitas de quien tenga a bien acogerles. En la escuela pública, la de todos, no hay sitio para ellos. Sólo para los valores y para la educación, que no es poco.