Quien piense que la financiación pública de los sindicatos nada tiene que ver con sus livanísimas respuestas ante dos decenios de desregulación y retroceso en materia de derechos, me temo que ha decidido darle la espalda a la realidad.
No es lo mismo afirmar que uno va a ir a la huelga el día 29 que sostener que uno apoya esa huelga. Esta última expresión, muy extendida, tiene su miga por dos razones: porque se asienta, en un grado u otro, en la percepción de que la huelga es cosa de otros y porque revela cierto recelo ante lo que hacen esos otros.
Aunque lo correcto –me parece– es aseverar que uno va a ir a la huelga, razones no faltan, claro, para situarse en la segunda de las perspectivas. Y es que la convocatoria que han asumido, en lugar principal, CCOO y UGT nos deja a muchos tan descontentos que por fuerza tenemos que alimentar esos recelos de los que hablaba. Identificaré dos de las razones que no faltan.
La primera no es otra que la propia condición de esos sindicatos que hemos dado en describir como mayoritarios. Creo que uno debe sostener con firmeza que si estamos donde estamos ello es en buena medida de resultas de la miseria que las direcciones de esas dos fuerzas sindicales han tolerado y estimulado. Ahí están, para certificarlo, sus livanísimas respuestas ante dos decenios de desregulación y retroceso en materia de derechos, el abandono con que han obsequiado tantas veces a los trabajadores que peleaban por algo distinto y el asentamiento de burocracias más empeñadas en preservar sus relativos privilegios que en acudir en socorro de los más castigados. Quien piense que la financiación pública de los sindicatos nada tiene que ver con todo lo anterior me temo que ha decidido darle la espalda a la realidad.
A veces me pregunto cuál ha tenido que ser la hondura de las agresiones que el gobierno socialista ha asestado en los últimos meses para que estos sindicatos que me ocupan hayan, al fin, reaccionado. Y entiendo perfectamente los temores que las cúpulas de CCOO y UGT sienten ante la posibilidad de un fracaso sonoro de la huelga: no puede ser de otra manera cuando se han abandonado desde mucho tiempo atrás la lucha y la movilización. Agregaré que no aprecio ningún indicador sólido de cambio: como quiera que mi impresión es que los sindicatos mayoritarios se aprestan a cumplir, sin más, con el expediente –para evitar un descrédito mayor no les quedaba otro remedio que convocar una huelga–, la idea de que nuestro deber en estas horas consiste en apuntalar esos sindicatos me es por completo ajena: de asumir tal camino no estaremos haciendo otra cosa que apuntalar, en paralelo, las reglas del juego que nos han conducido a este desastre.
Mayor relieve corresponde, con todo, a la segunda razón que deseo invocar. Conviene que determinemos por qué y para qué vamos a la huelga. Que la crisis la están pagando los desheredados de siempre y que nuestros gobernantes cada vez se hallan más cercanos a los poderosos es una obviedad, como lo es que las medidas arbitradas por el Partido Socialista son ignominiosas. Hasta aquí todos estamos –parece– de acuerdo. Pero importa, y mucho, establecer cuál es el diagnóstico de las causas de la crisis que aportan las cúpulas –vuelvo a la carga con éstas– de los sindicatos mayoritarios. Responder a esa pregunta resulta sencillo: lo que nos dicen es que la desregulación que ha acompañado al proyecto neoliberal ha conducido a un escenario, muy delicado, de retroceso en cuanto a los derechos sociales y laborales. Así las cosas, la solución se antoja simple: reconstruyamos, sin más, la regulación perdida. En otras palabras: ‘Virgencita, que me quede como estaba unos años atrás’.
Salta a la vista –creo yo– que semejante diagnóstico no puede ser más infeliz, y entre otros motivos por uno: le tiende un puente de plata al capitalismo que padecemos y no parece iluminar ningún horizonte fuera de éste. Cuando todas las reivindicaciones de CCOO y UGT se contentan con defender –vamos a suponer, generosamente, que es realmente así– salarios, pensiones y empleos, me temo que por detrás hay una señal sólida, otra más, de podredumbre. Uno de los indicadores más recios al respecto es el hecho de que esas fuerzas sindicales –y con ellas el grueso de la izquierda política– siguen sin tomar nota de la crisis ecológica que empieza a inundarlo todo. O, lo que es lo mismo, siguen embebidas de esa lamentable vorágine de productividad, competitividad y crecimiento que el capitalismo contemporáneo vende sin rebozo en menoscabo de los derechos de las generaciones venideras. Qué llamativo resulta, por cierto, que un sugerente manifiesto de reivindicación de la huelga suscrito por numerosos ecologistas aparezca ahora colgado, en beneficio del éxito del 29-S, en las páginas web de los sindicatos mayoritarios, que prefieren ignorar que en sus líneas hay una crítica, y radical, de las carencias que CCOO y UGT exhiben de siempre.
Que hay que defender salarios, pensiones y empleos me parece evidente. Tanto como que hay que reclamar algo más en un escenario en el que, por cierto, los sindicatos hace tiempo que dejaron de hablar de explotación y de alienación, como si unos euros más al final de mes invitasen a olvidar la una y la otra. Y es que, como quiera que lo que está en crisis no es el capitalismo desregulado, sino el capitalismo en sí, cualquier apuesta que atienda en exclusiva a la reconstrucción de la regulación será pan para hoy y hambre para mañana.
Qué triste parece, en fin, que sean tantas las personas que piensan que todo lo que pueden hacer para protestar y ressitir ante el escenario de estas horas es participar en un acto simbólico como al cabo es una huelga general. Hace tres cuartos de siglo, la CNT, que algo sabía de estas cosas, se permitió agregar un inocuo adjetivo a la propuesta. Reclamaba entonces una huelga general… indefinida.
* Carlos Taibo es escritor, editor y profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid