La revolución de 1936, fue el resultado de un largo proceso que acabó desarrollando el germen de una sociedad diferente a la capitalista.
Edmund Burke, reflexionando sobre la revolución francesa de 1789, afirmó que «olvidar la historia es abrir la puerta al disparate». Una circunstancia que vive la sociedad española desde hace siete décadas. Primero, por la labor sistemática de destrucción del pasado llevada a cabo por el franquismo, y después, por los pactos de silencio de los años de la transición todavía hoy vigentes. Una de las cuestiones más ocultadas de la España en la que fracasó el golpe de Estado de julio de 1936 es la del proceso revolucionario que tuvo lugar. Durante muchos años sólo la voz de los protagonistas y una minoritaria historiografía rompió no ya el silencio, sino la desinformación y la manipulación. Fascistas, demócratas, comunistas, liberales… todos coinciden en que el verano de 1936 en España se desencadenó una guerra civil en la que los españoles dieron rienda suelta a sus más bajos sentimientos. En el
mejor de los casos se dice que se luchó exclusivamente en defensa del régimen democrático de la Segunda República.
Sin embargo la llamada Guerra Civil española no fue otra cosa que una guerra social donde los grupos dominantes buscaron destruir ese mundo «alternativo». El Estado republicano se colapsó y, en su lugar, la sociedad comenzó a poner en marcha un conjunto de nuevos organismos y medidas económicas y sociales. No sólo fue un cambio en la fisonomía de campos y ciudades en las que los monos sustituyeron a las chaquetas y las gorras a los sombreros, sino el comienzo de un proceso revolucionario larga y ampliamente deseado. Cientos de miles de mujeres y hombres andaluces, aragoneses, asturianos, catalanes, castellanos, levantinos y vascos comenzaron a trabajar para la eternidad. Más de la mitad de la población activa de la España republicana, casi tres de los cinco millones, vivieron de una u otra forma el fenómeno de la colectivización. La construcción de un mundo nuevo que ha sido el último intento de cambio social en profundidad que ha tenido lugar en el continente europeo.
Un hecho que no surgió de la nada. Fue el resultado de un largo proceso que acabó desarrollando el germen de una sociedad diferente a la capitalista. La que se podría englobar bajo el término «cultura radical». Un magma que configuraba, no sin tensiones, un movimiento social que se oponía a la sociedad y cultura conservadora imperante. Un movimiento autónomo, modernizador, impregnado de elementos anti-políticos y federalistas que se encauzó, principalmente, a través de los
postulados libertarios.
Un conjunto de iniciativas populares que proporcionaron unidades armadas para resistir a los golpistas, socializaron la producción y transformaron las relaciones sociales. Tomaron diferentes formas —cooperativas, explotaciones colectivas, colectividades sectoriales de consumo y trabajo— y alteraron los modos de vida y mentalidades de las poblaciones que derrumbaron por completo tanto a las viejas redes caciquiles existentes como la autoridad republicana. Una opción basada
en una idea del progreso diferente al capitalista y enraizada en tradiciones agrarias, solidarias y colectivas en las que los planteamientos anarquistas, aunque no sólo ellos, tuvieron un papel protagonista. En ella podemos encontrar influencias del anarcocomunismo de Kropotkin, del mutualismo de Proudhon, del regeneracionismo de Joaquín Costa, del poderoso municipalismo hispánico, de tradiciones locales y federalistas y de los debates que se produjeron durante los años treinta en el contexto de una profunda crisis mundial.
Fueron militantes cenetistas, ugetistas e incluso de organizaciones
republicanas quienes impulsaron esta Revolución Social muy alejada del tópico que la presenta como resultado de la coacción y la imposición de las unidades milicianas anarquistas. Los revolucionarios no contaron con
prácticamente con ningún apoyo. En 1789 la Revolución Francesa fue respondida con alianzas de las monarquías absolutas. En 1917 la revolución de los obreros rusos sufrió el aislamiento del «cordón sanitario» impuesto por el resto de los estados europeos. En 1936 la Revolución española padeció el aislamiento de las democracias que crearon un ineficaz «Comité de no intervención» que apenas ocultaba la desconfianza del capitalismo internacional y su escaso interés por apoyarla económica y militarmente. Por el contrario, desde muy pronto, contó con poderosos enemigos que trabajaron en su contra utilizando todos los instrumentos posibles. La oposición de lo que quedaba del
Estado republicano, de sus compañeros de viaje comunistas y hasta la de ciertos organismos cenetistas, terminaron por llevarla a la defensiva. Finalmente fueron atacadas militarmente, como ocurrió en Aragón en 1937.
A lo largo de los años 1937 a 1939 la revolución fue languideciendo hasta el crack final de la pérdida de la guerra. Los órganos revolucionarios del verano de 1936 no sustituyeron por completo a los estatales, que poco a poco fueron recuperándose. También hay que señalar lugar la propia actitud de la CNT y FAI, cuyos organismos directivos fueron asumiendo la necesidad de ganar la guerra a costa de reducir las conquistas revolucionarias. Hitos de este camino fueron las participaciones en los gobiernos catalán o estatal. La participación de la CNT en el gobierno no fue una brutal abjuración ideológica, sino un peldaño más de una escalada colaboracionista que iba de los más pequeños pueblos a los órganos regionales. Así, se puede decir que el ejercicio de poderes de hecho facilitó la integración gubernamental al no destruirlo completamente.
Cuando los sublevados en 1936 triunfaron definitivamente en 1939 no tuvieron dudas en asesinar, encarcelar o llevar al exilio a muchos de los protagonistas de la Revolución. Tampoco las tuvieron para aprovechar las infraestructuras, las mejoras técnicas y materiales que habían creado. Después vino el silencio y el ocultamiento. Ni siquiera, en demasiadas ocasiones, se tiene en cuenta que no es posible entender el
conflicto español y su desenlace si no se tiene presente, como afirma el historiador Alejandro Díez Torre, que «la victoria que se soñaba en la guerra había comenzado en los frentes de trabajo y la economía para terminar en un régimen de convivencia y un modo de vida nuevos».